viernes, septiembre 26, 2014

La innombrable


Estás curtida por el deber,
por la calma de la prudencia y los desvelos…


Camino al cementerio, por la carretera de los que huyen (la que construyeron hace más o menos uno o dos fracasos), sobre el asfalto húmedo de abandono y parajes ácidos y amargos, me encontraba haciendo un tour para veteranos sicóticos. El bus era cómodo, pero llamaba la atención lo acolchado del suelo y los barrotes en las ventanas, salvo aquellos detalles, las inyecciones no dolían y el desayuno era exquisito. Las ventanas, como televisores gigantes, proyectaban ante mis ojos paisajes solitarios, perros, vagabundos, familias sobrevivientes, humanidades mecanizadas marchando hacia el horizonte, camino del abismo con paso de naturaleza muerta. El olor a bosque en cada rincón conmovía mi anciana memoria y los colores del arcoiris ausente iluminaban mis recuerdos con intenso aroma a mujer, montaña y agua de vida. Su rostro, olvidado entre tanto muslo, se apoderó del atardecer y de la noche como fantasma penitente, castigo o presagio. Sentí sus manos sobre mi espalda; mi piel, huérfana desde entonces, no encontró más remedio que huir.
Mientras mi boca, con antiguo afán bebía su presencia con frenesí ladrón, llegó la hora de “valium”. Me bajé los pantalones como de costumbre, ya estaba habituado al mismo ritual y me dispuse a colocar el preservativo. La auxiliar no era muy bonita, pero cobraba barato. Se notaba que le gustaba su oficio y mientras gritaba como soprano, yo le tomaba el tiempo a mi siguiente hazaña.
Ciertamente, ya más calmado, mi espíritu seguía abrumado por su imagen, el aroma de la innombrable corroía todas mis defensas, su imagen, aún más nítida, parecía alimentarse de mis emociones y de vestigios de un amor que ya creía muerto. Ahogado por su presencia el viaje me empezó a incomodar, la calefacción era sofocante, el baño estaba sin agua y Satanás, borracho, roncaba como oso.
Decidido a bajar, me lancé por la ventana. Mi cabeza azotó el pavimento como un martillo, fue entonces que mis oídos percibieron el canto lejano y desgastado de una madre arrullando a su hijo, como si de golpe me hubiera devuelto los sentidos y el alma. Casi hipnotizado empecé a caminar por la montaña virgen, ella a su vez se dejaba habitar bajo el amparo de espinas que adornaban la sombra de algún dios ausente. Sus piedras multicolores coqueteaban con mis pasos mientras la luna promiscua me contaba sus secretos.
Caminé siglos hacia mi destino, hasta creo haber muerto un par de veces en las garras de algún lobo hambriento o junto a la botella vacía de un mal ron. Lo cierto es que estaba cansado y necesitaba reposar un instante para continuar mi camino, entonces me tendí bajo un manzano de tronco amarillo, cuervos vestidos de ángeles copulaban con rosas silvestres, mientras estrellas quietas observaban curiosas y adolescentes. Fue entonces que te divisé, arriba de la colina, colgando el mantel de tu arrogancia. Los colores se diluían en tus labios como peces de arena en océanos de llanto. Tus brazos cargaban al duende de las preguntas, a tu más grande amor encarnado. Tus ojos, en cambio, estaban opacos, desgastados. Tus pechos, totalmente secos de hombre y de pecado, se sujetaban a tu cuerpo de adolescente añeja como caracoles hambrientos. Lo primero que pensé al verte fue abrazarte y devorarte. El primero en correr hacia ti fue mi corazón, que escapó por mi boca a tu encuentro, luego, mi mente y el resto de mi cuerpo. Cuando llegué completo a tu lado, me miraste, fría. Mi nombre corrió por tu garganta como maleficio añorado y el sonido gutural se hizo eco, poblando cada rincón de tus recuerdos. Estabas tan hermosa como siempre, aunque inexpresiva. Tus ojos denotaban un atisbo de brillante luz, coraje e insanía. Besaste mi rostro por primera vez en muchos labios y la humedad de tu aliento germinó el rubor en mi mejilla.
Tu cuerpo menudo había cambiado, te habías convertido en toda una mujer, aunque tus manos seguían oliendo a frutillas y en tus bolsillos aún rondaban las calugas. Tus dominios estaban desérticos, como si vampiros vegetarianos hubiesen devorado tus jardines, los colores desteñidos aún conservaban su esencia. Nunca me había fijado que el recuerdo y el olvido son prófugos del tiempo y, su forma siempre difusa, los une en comunión hasta la muerte.
Me invitaste a conocer tu casa, que quedaba junto al río de los secretos. Bajamos por el sendero más oscuro, en silencio, para tocarnos sin darnos cuenta y así reconocernos o quizás, despedirnos (nunca lo pudimos hacer). Antes de llegar, te besé con otro nombre, pareció no importarte. Tu lengua dulce tenía el mismo sabor de la miel que me dabas cuando me amabas, convertida en abeja afiebrada escondida entre mis panales.
Cuando por fin entré a tu casa vi a tu padre jugando al ajedrez con la justicia, estaba más flaco y más cansado; tu madre esperaba la carroza contando sus arrugas; la gorda de tu hermana se afeitaba el bigote convertida ahora en hermano y compartía la pieza con la perra; extraña familia tenías aún en tu más extraño mundo. Me aferré a cada detalle, de cada libro y de cada cuadro o rincón en el cual pudiese esconderme o habitar, volverme el polizón de tu rutina y de toda tu intimidad profundamente ajena.
Una vez en tu cuarto, la foto en la pared parecía castigarte como enrostrándote la falta de inocencia, los muros convertidos en frontera detenían tu escape, la vida. Me senté en tu cama, acostumbrada a otros menesteres. Todavía se podían observar las manchas de nuestros encuentros, de nuestras cruentas batallas, donde desnudos le dábamos sentido a nuestro mundo. Ya no chirriaban sus resortes, aparentemente se habían acostumbrado a temblar en silencio (siempre he sostenido que la experiencia hasta a una cama le enseña). Dentro de toda esta entropía visual, tu hijo lo iluminaba todo, como estrella en un campo de sombras. Fue entonces cuando un acorde rompió el silencio, con un susurro suave y meloso cortando el aliento agitado de nuestras bocas. Soñé que te raptaba y te llevaba lejos, a mundos desconocidos en permanente vendimia; soñé en convertirte en prostituta y venerarte, siendo el único cliente de tus burdeles eclesiásticos, amarte sin tapujos ni miedos, sin rencores ni dolor, caer preso entre tus piernas, inmóvil, y disfrutar mi condena húmeda, floreciendo fundido en tu carne de princesa triste, anegando todos y cada uno de tus pudores, esculpir mi nombre en tu vientre, como maldición bendita y hundirme para siempre en tus torrentes sagrados y adictivos.
Esbozaste una sonrisa, como si me pudieras escuchar, la primera en muchas muecas. Me hablaste de las guerras, de cómo el árbol azul asesinaba al lago plateado por un poco de agua y de arcángeles hambrientos que devoraban mariposas. Me contaste de lo verde que era la sangre de la libertad mutilada y de lo cruel que era el tiempo con el amor en el campo de batalla. Me miraste como un témpano y confesaste haber perdido un trozo de alma, mostrándome la cicatriz invisible que tenías bajo el ombligo, me dejaste perplejo, absorto en tus visiones. Descubrí entonces que agonizabas, que te habías vuelto mortal. Ya no podías volar ni danzar con las nubes sobre el viento, tu vos era tranquila, tu existencia tan simple y doméstica que comprendí que ya no te conocía, que te suplantabas a ti misma, renegando de cualquier santo que varara en tus orillas, eras sólo el espectro aún imponente y precioso de todo aquello que alguna vez había amado, de todos mis temblores hoy en siesta. Quién sabe que nombre tenía el limbo en que vivías o en qué lugar del abandono estaba la nación que te acogía, pero bastó un vestigio de la que había perdido y tu mano sobre la mía para darme cuenta de que no me amabas y de que yo era incapaz de detener el cielo de tus confundidos pasos, la antesala de tu muerte.
Me despedí de tu familia, algo melancólico a pesar de que nunca me habían caído muy bien, a excepción del borracho de tu padre al que sí consideraba un buen amigo. Me invitaste a salir, como expulsándome suavemente. Antes de que pronunciáramos el adiós, camino a la puerta de salida, me dijiste que te olvidar, que eras feliz, que lo pasado era pasado y, que para ti, había sido un tiempo loco, que no lo habías pasado muy bien, que el amor no tiene rostro y que yo sólo era un componente básico de una receta compleja, de una pasión sin dueño que habías perdido, que sexualmente era muy bueno, pero no muy superior a tus manos. No sé, pero me dio la impresión de que no querías dañarme, no querías melancolía en mis últimas palabras. Me mordí la lengua, estaba triste pero entero. Creo que te violé mientras estabas distraída o quizás, fingías estarlo. Te escupí uno a uno los besos que te anhelaban, te abracé con un cariño que sólo por ti he sentido y me esfumé como espejismo mágico, ya estaba acostumbrado, son los trucos que le aprendes a la vida.
Mientras me alejaba te escuché cantar, tu voz era de niña, los acordes de piedra. Alcancé a ver como el tiempo te desvestía, de cómo era deshojada por la muerte.

(Toro Cavarán)

1 Comments:

At 7:23:00 a.m., Anonymous Anónimo said...

Me encanto leer esto, creo que una se encuentra con sorpresas en la red y tu fuiste una muy grata sorpresa, felicitaciones.

 

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